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Perinolo

Publicado: 24-09-2010
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Por: Sandra Papadópulo

Buenos Aires
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Supe que era él cuando lo vi. Giraba como un trompo y se miraba la espalda. Quise detenerlo pero fue inútil, me atreví a decirle que la tierra para, que las estrellas se congelan en su tiempo confuso también, pero me dijo que todo continúa siempre, que detrás de un horizonte hay otro horizonte esperando y que si amanece, anochece, y que si llueve la nube se corre y el rayo pasa como una furia a romper esa casa, ves, donde los campesinos riegan la cosecha que crece porque llueve, y yo giro porque giro.

Supe que era él pero sus ojos se perdían, tuve que correrlo de costado mientras seguía dando vueltas y los nenes que jugaban en los toboganes y las hamacas hicieron una ronda para aplaudirnos. Ya estaba cansada de correr alrededor pero era la única forma de hablarle, pensé en los perros que giran para morderse la cola y que quizá darle mi mano para que me mordiera lo tranquilizaría, pero la besó, por un instante paró su violenta gira e hizo una reverencia.
 
Supe que era él cuando quise abrazarlo y me quedé con las manos abiertas chocadas contra su cuerpo que siguió de largo, pensé que no podía ser eterna esa marcha en el lugar, que en algún momento se rendiría como una perinola al caer con una de sus caras del juego, diciendo todos toman o nadie pierde, cuando le dije que un Perinolo tiene pocos años de vida me miró, le dije que me diera una de sus caras para saber quien era, que perdía el rostro en cada vuelta, que sus ojos eran una foto movida, entonces dio un salto frente a mi y me acarició la mejilla, entonces supe que yo quería interferir en un destino ya marcado, en un destino que no va en línea recta hasta un final, en un destino que es un espiral, que no avanza ni retrocede, que da vueltas, y en cada vuelta todo recomienza.
 
Supe que era él cuando me dijo, no hay futuro ni pasado, sino esta tierra que gira como yo y que no me suelta, soy la manzana que cayó en la gravedad y nadie la levantó del piso, pero rodó pendiente abajo, soy el muñeco de una vidriera que llama la atención para que los que caminan rápido se paren a verme, soy la violenta resistencia de la muerte cuyo piano en la cabeza no me puede alcanzar, soy quien nunca cruza la calle, ni enamora a una dama, o sí, y me tiró un pétalo que sacó del bolsillo.
 
Y supe que era él porque las hojas de otoño no paraban de caer hasta que se tropezó y cayó en el colchón de hojas mirando el cielo con las manos abiertas, me acosté a su lado y ahora veíamos el movimiento de las nubes riéndonos y descubrimos la cara de una oveja, un avestruz, nos fundimos en un beso eterno que paralizó la tierra y con ella nuestros corazones, morimos, literalmente morimos de amor, de agotamiento, juntos, y los caballitos blancos de la calesita de la plaza nos llevaron al cielo, sin escalas.
 
 
Sandra Papadópulo
 
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