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Argenpolis

Publicado: 29-08-2009
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Por: Sandra Papadópulo

Argentina
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Argenpolis

 

Golpean tu puerta, al esclavo de dios siendo un pobre diablo.

 

Decir que la casa está limpia deja la estancia rota de mentiras, por eso mientras limpio rezo porque alguna vez logre decirlo. Pero es casi imposible si el gato se suelta el pelo, entonces, la casa está, lo que es decir que existe y alguna vez será las ruinas de una antigua civilización. El placard difícilmente logre eludir los años, su madera rojiza sobrevendrá la nada, a no ser que los estantes se petrifiquen; por suerte el enrollo de ropas se disolverá como un jugo de pomelo. Cuando en la distancia alguien quiera saber algo de mí, siendo ya museo este templo, tocarán las paredes marmoladas, y las hadas del mármol les dirán quienes fui. Ser Atenea en Buenos Aires y vivir en Boedo suele ser una tarea difícil. Aunque es cierto que una construcción italiana de casas tipo chorizo tienen la ventaja de sus paredes de cuarenta y cinco centímetros en comparación con las construcciones modernas de paredes finas. Gracias a la intimidad que me confieren, mis vecinos saben poco, paso desapercibida por las calles fingiendo ser quien no soy, para mi tranquilidad y la de todos. ¿Quien podría entender que Palas Atenea es su vecina?

Por eso guardo el secreto, para no desequilibrar el normal funcionamiento de una mente en tratativas de adaptarse a la causalidad. Aunque convengamos, la casualidad también existe. Como aquel día que paseando por la plaza de San Telmo creí ver la figura pictagórica, una mezcla de la armonía matemática de mi amigo Pitágoras y la pintura, ya para este momento del relato surrealista de Homero. Alguien podría confundir a mi Homero de la Odisea con un tal Simpson, yo hablo de aquel que inauguró la literatura olvidándose de mí. Helena me quitó todo el brillo, esa cualquiera que se tiró en brazos de cuantos hombres estuvieran dispuestos a guerrear. La diosa soy yo, che. Está bien que ahora vivo en Argentina por esos cruentos destinos que me trajeron a esta tierra de naturaleza exuberante pero lejana a la Av. Corrientes de noche. No es fácil ser una desconocida después de tanta fama. A veces extraño que se brinquen de rodillas a mis pies y me imploren como en los viejos tiempos. Obviamente no tengo pareja, nadie tiene la sutileza de conquistarme. Tuve una infancia difícil, Zeus mi padre, era el único hombre que podía con mi complejidad, pero siempre me costó perdonarle lo de la vaca, mi madre quedó destruida. Ahora está de gira por el Oriente. Lo último que supe de él fue que escapó de la cárcel y raptó una musulmana. Con Adonis nos separamos hace 500 años en Montecarlo. El gobierno griego me gira algunos euros de una pensión especial para trabajadores del Olimpo. Podría estar mejor, lo sé, pero ya a nadie le interesa saber sobre los dioses griegos, ya no nos adoran, nos estudian. Estudiar no es adorar. Adoraciones eran las de antes, gente gritando, cantando, bailando, entregando sacrificios animales. Ahora en el templo los fieles son turistas japoneses. 

Los dioses griegos estamos en la ruina. Me fui de Atenas para no ver la decadencia. Pienso que esta casa es especial, sus paredes me dejan tranquila, van a aguantar, lo sé, y en un futuro habrá miles de fieles turistas disfrutando del placard petrificado o del gato embalsamado, cerquita del Obelisco, en la otra punta del continente griego para mal de los vanidosos que creen ser el origen de la cultura occidental. El origen soy yo que retorno a la fuente de los Españoles y me río de rodillas a la Meca de Palermo. Total siempre hay tiempo para buscar mis pertenencias en el museo de Inglaterra. Mientras, disfruto de esta casa tipo chorizo en Buenos Aires; "chorizo" palabra de difícil traducción. 


Sandra Papadópulo

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