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El Pardo en Banana Seaport

Publicado: 20-03-2009
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Por: Becquer Casaballe

Buenos Aires, Argentina
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  Tweet En la primavera de 1926 el Pardo se había conchabado en el vapor “Salamanca”, con bandera de Surinám, donde cumplía a bordo diversas tareas, tales como ayudante de cocina, barbero y sangrador.

Habían zarpado desde el puerto de Ibicuy, y navegado sin escalas hasta África, donde tomaron amarras en el pequeño puerto de Banana, en la desembocadura del río Congo cerca de la ciudad de Muanda, en espera de unas barcazas que traían colmillos de elefante desde una vieja factoría fundada río arriba por cazadores belgas, en Kisangani. Había escuchado que el destino final del “Salamanca” era Liverpool, donde los colmillos habrían de convertirse en bolas de billar y teclas para pianos en la Brothers & Sisters Elephant Co, pero eso aún estaba muy lejos en la distancia y el tiempo.

Los días y las horas transcurrían con una pesada monotonía mientras aguardaban la llegada de la carga amarrados a un precario muelle de madera. En una de esas tardes de insomnio, se les acercó una chalana con unos pescadores que, por su aspecto, parecían árabes. Los hombres cargaban una pesada bolsa tejida con delgados hilos de cáñamo, a la que en forma constante le vertían agua para mantenerla húmeda.

Por curiosidad y de aburrido que estaba, el Pardo les preguntó sobre su contenido. Atemorizados, le contestaron con evasivas y al ver que el interés del Pardo iba en aumento, al extremo que saltó desde el pescante a uno de los botes auxiliares que estaban abarloados al vapor con la intención de saber de qué se trataba, uno de los árabes apoyó su mano sobre el cuchillo que tenía en la cintura mientras los otros dos trataban de cargar la bolsa con intención de alejarse.

El capitán del barco, Tadeus Korzeniowski, al que le decian con cariño "el Conde Ruso" por el tono de su voz aunque, en realidad, era polaco, había estado observando la escena y decidió tomar cartas en el asunto.

Extrajo un revólver Enfield Mk I calibre .476 y disparó dos tiros al aire. Al escucharse las violentas detonaciones, bandadas de pájaros estremecieron el cielo y los pescadores saltaron al agua, alejándose con largas y rítmicas brazadas que dejaban por detrás una espumosa estela blanca que adquiría tornasolados tonos. El Pardo se pegó un julepe de aquellos ya que no sabía para donde realmente apuntaba el Conde Ruso con su revólver quien, considerando su presbicia e incipiente Mal de Parkinson, pudo haber provocado una verdadera catástrofe.

El capitán descendió por la planchada con largos pasos sosteniendo en la mano el aún humeante Enfield pero con tanta mala pata que metió un talón en el enjaretado y salió dando tumbos hasta que las rodillas no le aguantaron el peso de su panza construida a fuerza de Coronitas, terminando en el viejo muelle de madera absolutamente desparramado. Los aborígenes quedaron estupefactos y temerosos. Algunos temblaban y otros también.

El Pardo intentó ayudarle, pero desistió con un gesto de abandono. Su mirada estaba fija en aquella bolsa. Los dos se quedaron mirándola. Con asombro y absoluta dedicación sin que les importara que sucedía en el resto del mundo, se tomaron de la mano y se aproximaron con exquisita prudencia.

El primer oficial, Kern, que estaba en puente de mando con su infaltable pipa de marlo, dio una profunda bocanada, exhaló el humo y algunos vapores gástricos con olor a cebolla y ajo. No salía de su asombro creyendo que se había formado una nueva pareja. Nada más lejano de la realidad. La bolsa se estaba moviendo y tanto el capitán como el Pardo sentían algo de miedo.

Con la Victorinox el Pardo cortó con un rápido y exacto movimiento de su mano izquierda el piolín que la mantenía cerrada. Desde adentro, advirtieron el brillo de una miraba con el característico temor que se dan en estos casos. Eran los ojos morenos de una mujer con un rostro imposible de describir por la lozanía de su piel.

El capitán la tomó por el cuello y la alzó, sacándola de la bolsa. El resto ya pueden imaginarlo: mujer —¡y qué mujer!— hasta tres pulgadas por debajo del ombligo y a partir de la circunferencia que le rodeaba las caderas, era pescado, así como lo leen sin falso alarmismo.

—"¡Una sirena!"— exclamó con voz trémula el Conde Ruso y buena parte de la tripulación que estaba trabajando en el aparejo, se descolgó de un salto; otros aparecieron por los escotillones del combés. El grumete que estaba casi en el penol de la verga del juanete se partió el cuello porque calculó mal la altura, pero era tal la excitación que lo dejaron morir en la cubierta sin darle bola (al otro día sería velado en el sollado y por la tarde, en una sencilla ceremonia, tirado al agua y dándole un festín a los aligators).

El capitán ordenó que inmediatamente fuese llevada a su camarote. El Pardo se quitó la chaqueta —era la única que tenía— y a la asustada sirena le cubrió los hombros y el pecho, para apartarla de la mirada de codicia y lascivia de los marineros. El primer oficial seguía impertérrito en puente, pero se masticó la pipa hasta que la brasa le quemó la lengua y no pudo dejar de lanzar una alarido de espanto. "Jodete", pensó el Pardo, porque si lo decía en voz alta corría riesgo certero de que lo azotaran.

—"¡Pardo!". le gritó casi en el oído el capitán Tadeus.
—"¡Sí, señor!. El capitán prosiguió:
—"¿Tiene usted preparada la cámara?, porque quiero que le saque una foto ya que cuando en los viejos docks del Riachuelo les cuente esta historia van a creer que he bebido más de la cuenta". (Sí, y si no la se la contás también van a creer lo mismo...).

En el amplio camarote de popa del capitán fue preparando la escena. Colgó unas telas de Oriente, fabricadas por niños paquistaníes reducidos a la esclavitud, que el Conde Ruso había en un viaje a Irán. Puso los candelabros de plata, reservados para ocasiones muy especiales, como lo eran la visita de príncipes, dignatarios de la Iglesia, embajadores e inspectores de la AFIP, de tal manera que ella, la sirena, luciera como una dama.

La única duda que le asaltó de improviso —la situación en sí misma era de por sí inédita— era si quedaría mejor a lo largo de un diván o en bandeja. Desechó la última alternativa en el convencimiento de que quienes en el futuro vieran esa escena podrían creer que después de la foto se habían comido a la sirena. Ganas al Pardo no le faltaban. El problema era saber cómo.

Así, en ese clima distendido, puso sobre el sólido trípode de madera a la Thornton-Pickard para "half-plate" y objetivo Beck Symmetrical Rectoplanat de 8 pulgadas. Enfocó entonces aquella tan sublime escena a través de la placa esmerilada.

Las luces que ingresaban por las lumbreras le otorgaban un clima especial, como de cámara de capitán, que era justamente donde estaban. Fotorealismo, sin dudas. El capitán Tadeus le pidió, amablemente, que le sacara una foto junto a la sirena pero, como el hombre apenas se podía mantener parado debido a la excesiva ingesta de alcohol, decidió recurrir al flash de magnesio. Sin darse cuenta, por los sutiles rolidos del buque producidos por la onda de mar, esparció algo de polvo de magnesio sobre el piso de teca. Al encender el yesquero para iluminar de un fogonazo la escena, una chispa saltó y provocó algo lo más parecido a una explosión.

La sirena, aterrada, salto al agua por el Ojo de Buey y al Conde Ruso se le pasó en una fracción de segundo la mamúa que tenía. Por precaución, el Pardo abandonó inmediatamente el barco en un bote, llevándome apenas lo puesto y el chasis con las placas.

A poco de estar remando y cuando el crepúsculo anunciaba la noche, guiándose por la tenue luz de los reflejos del cielo en el agua, el Pardo comenzó a escuchar la melodía de un canto como una Anunciación. Ahí, en un recodo del río Congo, sobre la orilla de arena, estaba ella, esperándolo. Su piel tenía el mismo brillo de su mirada, la voluptuosidad de sus senos hacían más imperiosa la fuerza al remar.

Unas diez o quince brazas antes de llegar a la costa, el pantoque del bote golpeó con rudeza contra unas rocas que estaban al pedo, produciendo una vía de agua imposible de contener. El Pardo soltó los remos, pudo erguirse y se zambulló para salvar su vida. La corriente lo arrastró hasta la desembocadura del rio donde fue rescatado por el contramaestre y unos marineros del Salamanca, quienes lo llevaron ante el Conde Ruso a quien le tuvo que dar cuenta de su deserción…

El Pardo Menéndez siempre recordó el verdadero significado de lo que es un Canto de Sirenas…
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