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La “Luz” Menéndez

Publicado: 09-03-2009
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Por: Becquer Casaballe

Buenos Aires, Argentina
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  Tweet El “Pardo” fue un hombre coherente, de principios. Cuando nació su primera hija, le puso de nombre Luz.

Salió tostada como el “Pardo” y su mujer, la “Morocha". 
En la perversidad que distingue a los niños, tal vez inocente por cierto y que tan magníficamente retratara Lewis Carroll en “Malicia en el País de las Maravillas”, hizo que más de un compañero de la escuela la llamara, despectivamente, “Apagón” Menéndez. Cosas que pasan.

La niña fue creciendo entre juegos, inocencia y algún que otro reto, porque en aquello de poner límites, el “Pardo” sabia que no hay que tolerar nada inútilmente, ni siquiera los males causados sin intención.

Luz llego a la adolescencia, le crecieron los pechos, se le achico la cintura y las piernas se le fueron haciendo largas. Ya nadie le decía como en la infancia. Era realmente linda, como besar a la abuela en la frente, pero con otras intenciones.

Cumplió los 17, todavía con sus muñecas y hasta durmiendo abrazada a un osito de peluche, creyendo que, además de los Príncipes de Asturias y de Gales, existía el Blue (Blau para los germanos y Azul para los hispanoparlantes). A los 18 ya se había puesto más interesante y a los 22, estaba para comérsela (perdonen las feministas, pero realmente estaba para comérsela). Y el Príncipe Azul sin aparecer. Creo que jamás habría de aparecer, como que no existe. Lo mismo que la Mujer Maravilla. Pero en cuestión de gustos, daría diez, veinte o tal vez treinta años de mi vida -que es como decir haberme muerto hace tiempo- para que se fijara en mi.

Decidió ser modelo, de esas que aparecen en Vogue (en la peluquería, una tarde, había descubierto un ejemplar de la revista de Lucien), y como no era tonta y en su casa había un espejo, pronto advirtió que ella bien podía dar para eso y quizá mucho más.

Viajó a París, se hospedó en un hotel de cuarta en el Barrio Latino, de 100 francos la pieza, que era todo lo que le permitían sus ahorros. Estaba obligada a subir por una empinada escalera para llegar al cuarto piso, pasando por el primero donde una simpática portuguesa, originaria de Coimbra, era la celosa encargada que no admitía visitas que no estuvieran registradas, cuidando de esa manera la moral y la higiene del lugar pero perjudicando el cosquilleo de los demás. Pero para “Luz”, aún virgen, eso no le importaba al extremo que ni siquiera lo había advertido. Su pieza disponía de una pileta con dos grifos. El del agua caliente no funcionaba. La cama quedaba exactamente debajo de una escalera. Si durante la noche tenia una pesadilla y se despertaba de imprevisto, debía cuidarse de no apoyar sus codos y erguirse rápido. De hacerlo, se hubiera marchitado la frente.

Aquella mañana se lavó los equilibrados dientes, se recogió y soltó el largo cabello azabache varias veces, decidiéndose por dejarlo al viento para que así le enmarcara el rostro de pómulos anchos y vigorosos que confluían hacia unos labios exactamente sensuales. Sobre esos labios trazó apenas un poco de cian y afirmó sus pestañas con rímel. Tenia ojos azules, algo que hubiera intrigado.

El vestido que eligió para la oportunidad, entre las dos opciones que tenía, no era cosa de otro mundo: apenas una solera que le cubría hasta 30 centímetros por encima de las rodillas y donde el escote no quedaba a una distancia superior a los 40 cm. Y diga que era una mina de 1,75, así que su extensa geografía podía apreciarse al natural, satisfaciendo las normas de Greenpeace.

Tenía que lucir bien para lograr impresionar al productor de “Vogue” y obtener lo que se estaba proponiendo. Si el “Pardo” se enteraba, había filicidio, pero no se tenía que preocupar, estaba lejos, un océano los separaba.

“Soy Luz y quiero ver al productor” dijo con voz decidida (la voz decidida es la que se dice con firmeza). La miraron con cara de nada. Valga destacar que lo dijo en español. La situación fue salvada por la telefonista, inmigrante de Kuala Lampur pero hija de gallegos que allá tenían un almacén. Actúo de traductora. La recibió Christian Cajualle-Bois, el productor asistente. Le tomó los datos, casi sin decir palabra y le dijo que la llamarían. La táctica de Cajualle-Bois era precisamente esa: no demostrar interés. Eso mismo había hecho con Claudia Schiffer y casi pierde el empleo, porque la germana dio un portazo y se fue a una agencia que, cuando toco el timbre, ahí nomás largaron la alfombra roja e hicieron sonar los clarinetes. Cuando regreso a “Vogue”, la tarifa se había multiplicado por cien.

Aquella noche Luz no durmió, se quedó con la ídem encendida, pensando, soñando. Y al otro día la llamaron, fijaron una cita y a la semana estaba trabajando, posando para Francoise Aberdeen-Angus, para Louis-Joseph Shorthon, para Melisa Merino, y otros grandes de la publicidad.

Melisa se encariño con ella, la vio, digamos, tan inocente, querible. La protegió todo el tiempo. La experiencia con Shorthon no fue tan buena, pero supo capearla. Más que Shorthon parecía Miura. Era un obsesivo. En un reportaje que le hicieron en “Le Figaro”, había sostenido que era un apasionado de la fotografía porque le permitía levantarse minas. Eso habla de cuales eran sus intereses, bastante ajenos a los haluros de plata pero sin llegar a ser contrapuestos. Existen demasiados de la misma estirpe.

Una tarde, durante una sesión de tomas en el estudio de la rue Friginot, le dedicó 5 minutos para preparar los Elinchrom de 1.500 W/s y 25 para tratar de alcanzar la Luz. No lo habría logrado. Según parece, pero de esto no hay certeza, la fotocélula estaba fuera de sincronismo.

Paso el tiempo. Luz fue tapa de “Vogue” y luego contratada en exclusividad por la bodega Baron d’Arignac para una campaña de casi un año que le permitió conocer desde la Bretagna a la Provence, de Languedoc-Roussillon a la Cote d’Azur. En lujosos hoteles, como nunca se lo había imaginado.

Pero, como escribió alguna vez Homero Esposito, “Cruel en el cartel/ la propaganda manda cruel en el cartel/ y en el fetiche de un afiche de papel/ se vende una ilusión/ se rifa el corazón…”, la juventud se le pasó, entre copas de champán, percal y sonrisas huecas. La celulitis empezó a no dejarle exponerse sin medias de nylon, aquellos pechos de la juventud no se sostenían y la piel gastada, de tantos insomnios, le daban una máscara que no se podía mostrar sin un mínimo maquillaje.

Cansada a los cuarenta —cuando otras mujeres recién empiezan a vivir—, creyó que había transitado a través de una larga ilusión, pero ilusión al fin.

Volvió con sus penas a Barracas al Sur, buscando el consuelo de su familia que hacia tanto que no veía y que ya parecía olvidada. Después de todo, París queda demasiado lejos. No era una mujer pobre, tampoco se podía decir que era rica, sus ahorros tenia, suficientes, suficiente.

El “Pardo” la recibió con una sonrisa, la abrazó y se dio cuenta que no era una niña lo que tenia entre sus brazos, pero era su hija, la eternamente pequeña Luz.

Y entonces se produjo el milagro. Luz advirtió que no había vivido en vano, que las ilusiones podían ser sus verdades, que había logrado lo que deseaba aquella tarde cuando ojeó, casi de refilón, un viejo ejemplar de “Vogue”, sin saber que no era nada más que papel impreso.

Se dio cuenta que había crecido, soñado, vivido, que era una mujer. Después de todo, ¿quien podía juzgarla?.

Entonces, sin que nadie lo pensara ni decidiera, la radio, una vieja Phillips a válvulas, empezó a largar por el parlante un tango que, ni remotamente, había sido pensado para ella. La letra, desde el comienzo, no tenia relación con Luz pero, a medida que transcurrían el fraseo, se le asemejaba en algunas cosas, así que pensar que “cualquier parecido con la realidad o personajes es pura coincidencia” no tiene asidero.

Decía así, en la voz de Alberto Castillo desde un disco de pasta, sin dudas, y a 75 revoluciones por minuto:

Tu padre era rubio, borracho y malevo
tu madre era negra con labios malvón:
mulata naciste con ojos de cielo
y mota en el pelo de negro carbón.
Creciste en el lodo de un barrio muy pobre,
cumpliste veinte años en un cabaret,
y ahora te llaman moneda de cobre,
porque vieja y triste muy poco vales.

Moneda de cobre,
yo se que ayer fuiste hermosa,
yo con tus alas de rosa
te vi volar mariposa
y después te vi caer…
moneda de fango,
que bien bailabas el tango…
que linda estabas entonces
como una reina de bronce
allá en el Folios Berger

Aquel barrio triste de barro y de latas
igual que tu vida desapareció…
Pasaron veinte años, querida mulata,
no existen tus padres, no existe el farol.
Quizá en la esquina te quedes perdida
buscando la casa que te vio nacer,
seguí, no te pares, no muestres la herida…
No llores mulata, total, para que.

Pero ya no era la misma. Era, simplemente, la Luz. Y se largo a llorar nomás, desconsoladamente, de puro mujer que era.
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