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Perdón por el reflejo - Relato (inconcluso)

Publicado: 17-08-2009
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Por: Sandra Papadópulo

Argentina
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Perdón por el reflejo

 

Nací cuando tenía que nacer, y desde entonces jamás me miré en el espejo. Haciendo travesuras como toda niña crecí. Juntando hormiguitas para jugar al té con azúcar negra, rompiendo el tobogán con las amas de un árbol que usaba de bastón para bajar pausado, pero escapando obstinadamente de los charcos que me pudieran devolver el rostro nunca perdido. Al crecer un poco más entendí que todas tenemos un abismo, por donde cae el amor, el deseo. Imaginé mi rostro tantas veces cuantas pensé en mí. El color de la piel lo descubrí mirándome las manos y los pies. Hoy sé que jamás odiaría a un negro o a un blanco, por las dudas, (acabar con los espejos terminaría con el racismo del mundo). Mi voz es dulce, mis ojos tienen el sonido de las pestañas largas al cerrarse, tengo un lunar, la nariz empinada, las cejas pobladas, y creo que cuando estoy cansada me aparecen ojeras.

 

En la adolescencia, después de maquillarme a tientas, preguntaba ¿cómo me veo?. La respuesta que esperaba era mucho más extensa que un simple “bien”. Exigía una descripción sobre el formato de los pómulos a los que había aplicado un pincelazo de rubor. Debían compararlos con las mesetas rojizas o con un médano. A veces aceptaba una comparación simple con un pomelo rosado. El problema eran los ojos, quería saber si la pupila encastraba tal como un diamante. El rouge en cambio precisaba de una palabra alentadora como “frutilla ardiente” o “uva rosada” pero cuidado de decirme “cereza glamorosa” porque era tratarme de mujer suelta. Llevaba una hora describir mi apariencia antes de partir, y toda coloreada iba.

 

Ahora la exigencia de mis preguntas se reduce a una expresión sencilla. Tal vez sea la madurez. No acepto comparación con vecinas o familiares y menos con estrellas populares. Creo que parecerme a alguien podría opacar toda mi vida. Es uno de los últimos motivos que me impiden mirarme en un espejo. Los primeros casi no los recuerdo. Mi madre los tapaba con una sábana porque temía que el fantasma de la abuela nos espiara a todos. Ahora los espejos me amenazan en la boutique de la esquina, en el fondo del bar, en las vidrieras, y los esquivo. Tal vez los fantasmas, tal vez la fama entre mis compañeros de escuela, lo cierto que esa extrañeza me torna incomprensible.

 

Mi ceguera consiste en ver con otros ojos que nunca se vieron a sí mismos. Si la apariencia es la madre del engaño, prefiero la orfandad. Si el sobrepeso de una mirada adelgaza el alma, otros sabrán la curvatura de mis gestos, el espesor que intuyo de mis labios. Con pequeños detalles fui construyendo mi rostro, como un armado artesanal hecho a la medida de los otros, con el retoque final de esta vida propia. El saber ocupa el espacio de la inocencia y se apropia de la ilusión, por eso un simple objeto preciado por todos, el espejo, puede despreciar. Es una página en blanco donde uno dibuja las patas de un gallo. Sirve para sentirse menos mal, más bien, superior o inferior, pero nunca igual. Una imagen que al tocarla se vuelve fría es triste.

 

Sobre algo queda lo que se va, y esto vino a cubrir como un desmayo lo que veo. Arriba del teclado, arriba del techo, sobre la cama, en todos lados hay partecitas anidando para futuros que llegan rápido, como las estaciones, del tren, del año. Está aquel que se parte en dos con su reflejo para quedarse la mitad aquí y la otra irse silbando bajito. Todo tiene una parte que se queda y otra que se va y viene cada tanto. A veces ella que soy yo me mira de lejos y otras de atrás, pero sigo acá, en el medio, como un aljibe en la plaza de mi pueblo cuerpo que crece y decrece, para arriba, para abajo. De derecha escribo, de izquierda leo, y en el centro el presente, para que llegue ese hombre que no llegó, o ella, la parca asustada. Por delante nació esto que escribo, enfrente mío, como un espejo.

 

Sandra Papadópulo

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