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Salvataje

Publicado: 08-06-2009
1442 visitas desde el 13/08/09

Por: Edued García

Buenos Aires, Argentina
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El calor lo agobiaba y pensó que la única solución era tirarse a la piscina. Conectó el limpiafondo y, con minuciosidad, se dedicó por veinte minutos a extraer las hojas y los bichos que estaban en el fondo. 
En tres o cuatro días sin limpiar, el piso estaba bastante sucio. Cuando consideró terminado el trabajo, con la red de mano sacó los bichitos flotantes incluidas algunas chicharras adultas que estaban empezando a morir. Se metió de golpe hasta la cintura y demoró casi cinco minutos en tomar la decisión de zambullirse. Siempre le costó asumir de golpe la impresión de frío que provoca la inmersión violenta. Un cobarde maricón -pensó-, eso sos.

Al fin se sumergió durante unos veinte segundos y comprobó que el agua estaba bien linda. Se quedó un momento con sólo la cabeza fuera, hizo la plancha un rato, se apoyó en el borde de la piscina y se miró los pies apoyados en el fondo celeste; los vio viejos y alargados. Se miró las manos y consideró que estaban en mejores condiciones, acaso porque a ellas las veía a cada instante, y la costumbre le hizo usar distinto patrón para medir el estado de sus extremidades. Sintió que el calor había desaparecido, rápido, como un chasquido, y se dijo que esa frescura era ilusoria. Si salía ahora, al rato estaría en las mismas. Tendría que quedarse un mínimo de media hora penetrando la piel con el agua clorada y fresca a tal vez veinticinco grados (se propuso que mañana compraría un termómetro flotador). Se volvió a apoyar en el borde. Con el agua al cuello miraba la ondulación que producía el retorno del filtro con su chorro a unos diez centímetros bajo la superficie, arrastrando a los insectos que caían y aleteaban; algunos más que otros, hasta que morían, tal vez ahogados, tal vez agotados; la mayoría tragados por el filtro. Mirando la ondulación al ras, recordó cuando por la TV muestran el detrás de la escena de las películas, cuando con barcos de juguetes simulan tempestades. Al poco andar, los bichos que no entraban al filtro iban descendiendo, veloces o lentos, de acuerdo a su peso. Todas las mañanas se inauguraba el cementerio acuático que, también cada mañana -en verdad, casi todas-, era desmantelado por la aspiradora del limpiafondo, que no discrimina.

A unos cinco centímetros por sobre la suave y ondulada superficie, en los azulejos que bordean la piscina, vio algo que se movía, como una manchita. Era un pequeño insecto de unos cinco o seis milímetros de largo: negro, con forma de cigarro y dos alas traslúcidas casi del mismo largo del cuerpo. Se acercó, curioso, para observar ? supuso, con acierto?, que el insecto había logrado trepar, escapar a una muerte flotante y segura, y que ahora enfrentaba el problema de algo que adhería con fuerza sus alas al cuerpo, que también estaba adherido a la superficie de esa pared peligrosa, cerca todavía del agua que ondulaba con picos de tres a cinco centímetros. Pensó que si agitaba sus brazos, el bicho estaría otra vez a merced de un trágico destino. Desechó el asesino pensamiento y decidió investigar hasta qué punto el instinto de conservación alentaba también en ese casi microscópico animal. Quieto, se dedicó a observar.

Con pequeñas sacudidas, el bichito ondulaba su cuerpo, parecía querer reptar hacia arriba. Por lo visto, había detectado que la muerte estaba del lado de abajo; que la salvación era seguir subiendo esa infinita cumbre de treinta centímetros. Para esa manchita dinámica, si es que pensaba (él no lo dudaba), la cuesta iba a ser un monte calvario vertical. Pasaron diez, quince minutos y el avance era casi imperceptible. Las alas seguían tercas, pegadas al cuerpo. En algún momento vio que el bicho se arqueaba casi a punto de perder el contacto con la pared. Pensó que tendría, como las moscas, unas ventosas que adherían a cualquier superficie; pero las alas no le obedecían todavía.

Los insectos voladores -creía recordar- tienen por lo general una corta vida, casi nunca más de un mes. Así concluyó que los minutos que estaba dedicando a su empresa, al bichito le parecerían larguísimos. Claro que, filosofó, si sólo viven el presente y no miden el tiempo, se puede decir que tienen toda la paciencia del mundo, concluyó satisfecho.

Se dijo que, si bien no era un insectólogo, tampoco los odiaba; aunque los sufría durante todo el verano. Era un perseguido de todo bicho que tuviera aguijón o trompa de succión. Estando él en una reunión -sobre todo por las noches, en el patio- los demás estaban salvados. Era él el destinatario de todas las arremetidas. Tenía provisión permanente de repelentes, luces y velas pero nada, siempre encontraban el agujerito para atacarlo, succionarlo, picarlo e irritarle la piel por toda la noche.

En esos pensamientos estaba, cuando se dio cuenta de que había descuidado a su amigo. Se preguntó por qué decidió que el insecto, que ahora estaba a escasos centímetros del borde y la salvación, era macho.
Desestimó la pregunta y se sintió contento por el progreso de la bestiecita, aunque vio que las alas seguían inertes. Los últimos cuatro centímetros del borde eran distintos, más lisos y, pensó, acaso más resbalosos, pero el díptero los encaró con lentitud, como había realizado todo hasta ahora. Por momentos, el hombre estuvo a punto de hablarle, alentarlo y felicitarlo; pero decidió contenerse por no ocasionarle un susto y frustrarle la esperada acción heroica.

Aparte de los detalles descritos, tenía también dos antenas de unos tres milímetros, que agitaba de acuerdo a los movimientos que realizaba.
Parecían una especie de ojos que exploraban el entorno, eligiendo rutas, caminos seguros. Ya estaba en la arista del borde y trepó a esa gigantesca meseta donde, con un revoleo de las antenas, se quedó más de un minuto -el hombre supuso que tomando aliento- en total quietud, como muerto.

Pudo al fin desplegar las alas y las sacudió varias veces. Realizó violentas contorsiones como las que ya le había visto y el estúpido bicho no va y pierde el equilibrio precipitándose de nuevo al agua.
Accidente de todas maneras inexplicable y lamentable, que sumió al hombre en desencontrados pensamientos.

Había pasado media hora sufriendo a la par, y por quién sabe qué aviesa jugada del destino todo se fue al carajo. El hombre veía que el bicho se contorsionaba desesperado. Ahora estaba entrando en la corriente que, por estar al borde, lo llevaría a que se lo tragara el filtro y entonces sí, que se olvide de su odisea.

Se acercó hasta unos cincuenta centímetros y comenzó a soplar para desviarlo bien hacia el borde, en la esperanza de que otra vez se trepara. Pero era inútil, el bicho no entendía o estaba atontado por la caída. La cosa era que no lograba nada con sus soplidos. Tomó entonces una decisión que le pareció tramposa, seguro de que no le quedaba otra.
En cualquier juego se puede introducir una pequeña triquiñuela, se justificó. Con sus manos formó una especie de cuenco que deslizó bajo el insecto. En esa taza improvisada llevó hasta el borde al náufrago, procurando escurrir con cuidado. Lo dejó en medio de un charco que casi lo cubría. A los pocos segundos, el charco era sólo una delgada película donde semi flotaba, a salvo tal vez, ese juguete imprevisto que le hizo olvidar el calor.

¿El bicho se daría cuenta de la situación? Tal vez sí, tal vez no. Pensaba que sí, que se daba cuenta. Por otra parte, deseaba que fuera así, no tenía otra forma de comprobarlo. Y mejor ni lo intentara, porque si el bicho llegaba a tener aguijón, sería el cuento de la vaca empantanada.

Nadó un poco, zambulló otro poco y volvió para ver el progreso de su amigo. Estaba muy mojado, las alas todavía pegadas al cuerpo. Ondulaba, se arqueaba y buscaba salir de ese mar que lo atrapaba. Las antenitas estaban trabajando al máximo. Nunca le pudo ver patas; supuso que las tendría. Tenía ganas de empujarlo con algo para ponerlo en terreno seco, pero se dijo que debía dejarlo solo. En peores lo había visto recién.
Ahora estaba casi a salvo, en terreno llano, dependiendo sólo del tiempo, que seque y se seque, y a volar.

El hombre vio que el animalito estaba demostrando unas intenciones para nada de acuerdo con lo que él pensaba, parecían ser intenciones suicidas, ya que en vez de dirigirse al borde exterior, estaba pugnando por acercarse al precipicio. "¡Ma sí, morite!" exclamó, y se dedicó a observar. Cuatro, cinco minutos tal vez, se tomó para llegar hasta el borde. No titubeó: no más asomarse, el bicho se precipitó a la piscina.
Miró cómo la corriente lo llevaba hacia el filtro que succionaba como nunca. Pero el bichito, como si hubiera recuperado las ganas de vivir, estaba pasando de largo. Entonces el hombre, desde lo más creible de su desengaño, con un oportuno soplido lo mandó al muere.

Salió del agua, se calzó las sandalias y le gritó a su mujer:

¡Matilde, alcanzame una toalla!

Edued García

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