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Sin pan y sin trabajo

Publicado: 01-03-2009
6929 visitas desde el 13/08/09

Por: Horacio Iannella

Argentina, Buenos Aires
http://www.horacioiannella.blogspot.com
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De pronto pegó un golpe sobre la mesa y aún con el puño cerrado se puso a mirar hacia fuera a través de la ventana. Su mujer giró la cabeza mirándolo pero no habló, se limitó a acomodar en su regazo al bebé que estaba amamantando y que sobresaltado con el ruido intentó un llanto. El hombre llevaba puesto un sombrero de color sin nombre y respiraba largo. Ella, aunque no tendría más de treinta y cinco años, poseía el aspecto de una mujer vencida por la vida y su cuerpo recordaba  redondeces de otras épocas.

A lo lejos, a través de la ventana, se veían las siluetas de unas fábricas con chimeneas huérfanas de humo.

Un trapo, que alguna vez intentó ser una cortina, colgaba de un extremo de la ventana por donde entraba una luz filtrada por una capa de nubes. Distintos tonos de gris formaban el cielo y hacían más triste la tarde.

La mujer bajó la cabeza al tiempo que levantaba la mirada buscando mi rostro. Sus ojos pedían que comprendiera a su esposo e intentaban explicarme, aunque no era necesario, que él no era menos hombre porque se le hubiera quebrado la voz cuando habló, antes de golpear la mesa, de la falta de trabajo.

Lamenté haber entrado a esa casa. Cuarenta minutos antes, mi curiosidad, la invitación de la pareja y la posibilidad de hacer alguna fotografía con contenido social había podido más.

El silencio se adueño del lugar y se paseó por las paredes oscuras y descascaradas en una de las cuales un almanaque del año anterior humedecía el presente. El silencio siguió sus pasos y recorrió los agujeros del techo y el piso de material hasta que llegó a un perro flaco que dignificaba su especie por no haberse ido todavía de aquella casa. Siguió su recorrido subiendo por la pata de la mesa que supo del puño y recorrió toda su solidez, observando como un ícono malévolo dos herramientas, inútiles herramientas, que el hombre acarició sin darse cuenta durante el rato que habló. Y finalmente el silencio bajó por la misma pata de la mesa y siguió por el piso hasta mis zapatillas nuevas en donde se quedó, obviamente callado, durante un rato que se me hizo eterno.

El hombre,     con    voz   pausada   había   hablado de las fábricas del pueblo  y    de   su    trabajo    en  ellas    junto    a    su    padre,           durante años. Esos años –confesó- que no tuvo conciencia de lo feliz que había sido.

 

¾ No tengo ni pa’ convidarle un mate, amigo  -fue lo último que había dicho antes del puñetazo.

 

Sentí vergüenza por la cámara de fotos que tenía en  mis manos y que valía cientos de dólares. Empecé, sin darme cuenta, a hablar sin parar y solo terminé balbuceando cosas sin sentido intentando pedir perdón por estar allí. Pensé en darles dinero o en comprar comida y llevarles luego pero no hice nada. Con la excusa (que reconozco no cabe como excusa) de que se ofendieran, no hice nada.

Me acompañaron hasta la puerta y me siguieron con la mirada. Doblé por un camino bordeado de eucaliptos y me dirigí al auto que había estacionado allí un rato antes.

Soy fotógrafo y conservo imágenes de las cosas que vivo, de la gente que veo, imágenes congeladas que perduran por años.

Sé que quedará en mi mente la foto de aquel matrimonio y su hijo, la foto que por supuesto no saqué, la foto de quien mirado por su mujer miraba las fábricas muertas y cerradas, como su puño. Un puño fuerte, contenido, a la vez manso y agresivo, impotente, indefenso, aguerrido en historia, abatido en el presente, frustrado, dolorido. Un puño símbolo.

Y a los expertos en literatura: no me digan, por favor les pido, que sobran adjetivos en el párrafo anterior, porque ese puño los merece a todos.

 

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