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Caracola (marineros eran los de antes)

Publicado: 05-05-2009
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Por: Becquer Casaballe

Buenos Aires, Argentina
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  Tweet Mar del Plata, en el verano, como muchas otras localidades del litoral atlántico de la Provincia de Buenos Aires, es un espacio inmensamente abierto para los que buscan un trabajo de oportunidad. Mozos, cocineros, vendedores, mucamas, llegan desde distintos lugares del país para poder ganarse unos pesos que la realidad les niega en sus pagos.

El verano del 59 no fue tan distinto a otros. Los peores años de la Libertadora habían pasado y aunque el nombre del General seguía prohibido, las personas creían en un modelo de desarrollo que ponía al país en un espacio de optimismo.

El Pardo quería hacer algo diferente. Se aburría en la rutina que le planteaba el diario así que se tomó un tren para Mar del Plata y, a muy poco de llegar, se lo vio de paseo por el Puerto. Las cosas desde entonces no han cambiado mucho, ni siquiera el diseño y el destino de los barcos. No terminó de preguntar si necesitaban un marinero que ya estaba contratado para salir al mar, cosa que hicieron antes del amanecer.

El capitán, un hombre que no tendría más de cuarenta años de edad, lo impresionó por su cabello rojo y las profundas cicatrices en manos y en el rostro. No se atrevió a preguntarle que injusticia de la vida le habían provocado esas dolorosas huellas.

Los pescadores no son personas ricas. Viven de su trabajo. Cuando estaban regresando a Puerto, al mediodía, buscó entre sus cosas algo y sus manos se toparon con una hermosa carcacola. Era lo que tenía para obsequiarle al Pardo en recuerdo por su primer día como pescador.

Ya en el puerto, se atrevió preguntarle al maquinista el por qué de esas heridas.

"–Es un hombre muy generoso y valiente" —le dijo sin alzar la vista de lo que estaba haciendo–. "Hace años, su barco se incendió y el maquinista quedó atrapado en la sala, sin poder salir, se había desmayado y estaba tirado en el piso".

—"Me imagino al aire irrespirable y las llamas envolviéndolo todo, todo", dijo el Pardo para darle un poco de clima a asunto.

Los tripulantes, presas del panico, se pusieron los salvavidas y se lanzaron al mar. El capitán, al ver que su maquinista estaba condenado a una muerte cruel tomó un hacha y destrozó a golpes el escotillón de popa, justo por encima del motor. Grandes llamaradas le envolvieron el cuerpo, incendiando su ropa. Pero no se dejó derrotar. Con la piel en carne viva, se envolvió en una manta mojada con agua del mar y se lanzó a la sala, rescatando al maquinista.

—"Todos aquí le quieren mucho. Es un valiente, alguien que jamás abandonaría a uno de sus hombres, no importa. pase lo que pase ahí estará el Colorado".

El Pardo se quedó en silencio, mirándole a las manos, que también tenían algunas cicatrices, más pequeñas, pero huellas del fuego al final de cuentas. El hombre levantó entonces su mirada y le dijo: "yo era su maquinista".

Pasaron los años, tal vez seis o siete, y el Pardo regresó a Mar del Plata. Esta vez llegaba como turista junto con sus hijos. Luz y Electra. Fue al puerto y se puse a buscar aquel barco donde había navegado tiempo antes. No recordaba el nombre del capitán, apenas el de su barco, "Ana–Eugenia", así que le preguntó a un pescador donde podría encontrarlo. Quería estrechar su mano, decirle que le recordaba con afecto y que la caracola que me había obsequiado la tenía en mi casa como uno de mis bienes mas preciados.

—"Usted se refiere a Juan Carlos?" Le dijo un pescador. "Sí" le respondió, agregando que recordaba su cabello colorado y las cicatrices en su rostro, como para que no quedaran dudas de que se estaban refiriéndonos a la misma persona.

–"¿Usted era su amigo?", volvió a interrogarlo. Estaba tejiendo uno de esos canastos de mimbre que se emplean para la captura de langostas de mar. Esta vez se quedó mirándole en silencio para expresarle que era él quien necesitaba una respuesta.

–"Hace dos años, Juan Carlos estaba pescando con el Ana–Eugenia 30 millas al Este y escuchó por el equipo de radio un pedido de asistencia de un buque mercante. Tenían un hombre a bordo que se había herido y necesitaban evacuarlo de urgencia. El capitán estaba pidiéndole a algún barco que en la zona que lo llevara a tierra. El Ana Eugenia se ofreció, cazó las redes y puso toda máquina avante en demanda de aquel buque".

"Se empezó a levantar la mar y en menos de dos horas las olas eran de dos o tres metros de altura. El viento silbaba y no resultaba fácil mantener el rumbo. Pero Juan Carlos era diestro en el timón y logró abarloar al Ana Eugenia a la altura de la cuaderna maestra del mercante. Parecía un pichoncito al lado de aquel buque. Largaron un cabo por proa y un espeche a popa, para mantenerlo amadrinado. Las olas levantaban al Ana Eugenia y luego era como si lo largasen, mientras el otro ni siquiera se movía. Las tripulaciones trabajaban duro, cazando y filando los cabos y ayudándose con los cabrestantes, pero en una de esas vino una ola más grande que las demás, como de cuatro o cinco metros, vaya uno a saber, y no tuvieron tiempo de largar la gaza".

"El Ana Eugenia quedó colgado, se balanceó y dio un tumbo al cortarse el cabo de proa. Se fue por ojo. El capitán, adentro de la timonera, alcanzó a tocar una pitada larga para advertir del peligro. Los tripulantes, que estaban en cubierta con los salvavidas puestos se lanzaron al agua y así pudieron salvar sus vida. El pesquero se tumbó sobre la banda de babor con la proa sumergida, dio una vuelta de campana y al adrizarse, de la timonera quedaban apenas restos de maderas y la gran rueda de cabillas con su bronce brillante. Del capitán nunca más se supo. Estuvieron buscando su cuerpo para darle cristiana sepultura, pero fue en vano".

Algunas noches, cuando el Pardo se queda solo en su casa bebiendo una copa de vino y la melancolía se instala en sus hombros, empujándolo hacia abajo con fuerza, le parece escuchar la voz de ese capitán que surge de la caracola.

Sabe que es su imaginación porque los muertos no hablan, pero a veces le asalta la duda de que esté en realidad viviendo algún romance con una sirena y que desea invitarle a recorrer junto a él los misterios de las profundidades de la mar.

—"Algún día voy a aceptar su invitación", pensó el Pardo.

A. Bécquer Csaballe
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