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Ceresita - Relato

Publicado: 19-07-2009
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Por: Sandra Papadópulo

Buenos Aires
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La esperanza recuerda el gesto inútil y lo repite varias veces como una hormiga que construye su casa en las afueras del tronco. Avril prefiere la templanza que la impostergable prisa que aprisiona. El destino está en el retrato, en las uñas que lima con asperezas. Tarde ya, descubre a dios como una de las tantas formas de ronronear del gato, la única que la videncia de un ciego desoye en los laberintos sin entradas. Una apariencia contigua se desnuda. Hay una forma de distinguir la tarde, cuando la sombra desdibuja una luz en la pared y las aves marías del árbol callan.

Sabía que los escrúpulos son un peso antiguo que se mete en el zapato, por eso se desligó de los cielos rasos. Recibe la correspondencia por encima de la puerta. Cada mes el tío cretense le escribe, entonces ingresa en el significado de algunas palabras griegas. Le dijo que suelte el país, que anide en otro barco, que pesque una sirena en el mercado de frutos, que nunca suba a un trampolín, que la paciencia es la madre de su padre, que siempre que salió el sol llovió, y que no hay bien que por mal no venga, entre otras cosas.

A veces tiene frío. Las baldosas del comedor y la cocina se igualaron a las del patio. Ya no molesta el olor a comida. Caído el cielo raso apareció un cielo curvo, es ese hemisferio austral que se abre a la dimensión de noches y días. Fácilmente las paredes aceptaron albergar algunas plantas, semejan columnas cuando arborecen. Los aviones no, los helicópteros que vuelan bajo atentan su intimidad, pero pasan raudos. Las ventanas quedaron adheridas a los marcos, ya no son necesarias, deben saberlo; hay una inteligencia común de las cosas: las sillas después de la tormenta florecen, los cuadros pasaron del realismo al impresionismo y ahora a un modernismo afianzado; cada tanto tiene que podar la mesa de roble porque sufre.

No recibe visitas. Antes los amigos la invitaban a sus casas, podía estar muchas horas bajo un techo, ya no. Recuerda los supermercados, los bares, los cines, las discotecas, como un pasado al que no volvería jamás. Su tierra es fértil como un colchón de vida donde crecen madres y todo se recrea, metamorfosis de los días sometidos a cambiar, como la alfalfa de la maceta en el barro. Hay que nacerse varias veces al día antes del fin que nos pare para siempre, le decía la abuela.

Del pasillo que subía por la escalera a la terraza queda una marca negra, camina fuerte como si los techos y las paredes existieran porque extraña el eco de los pasos. Ningún artefacto eléctrico en esa casa abierta sobrevive. Las páginas del exclusivo libro gracias a las tapas de madera, son una apología de la catástrofe. (“Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”.) Alguien le prometió un libro con tapas de metal. Ella prefiere que diga cosas tales como “verde es el color de la esperanza inmadura” apenas agrediendo un poco la felicidad de los manteles.

Dormir con las estrellas en el cuarto y alumbrada con las luces de la calle que se apagan recién por la mañana. Odiar muchas veces la tardanza del verano. Encender el fuego en el comedor y tirarse a ver el día en el espejo. Cocinar con las especies del piso. Eso sí, barrer a la mañana, a la tarde y a la noche; extrañezas envidiables y no, como el collar o las perlas que perdió en el fondo. A los doce días los hombres entraron cuando dormía. A los dos meses cuando cocinaba. Al año cuando estaba sacando la basura. Ahora ya no les tiene miedo. Cada tanto compra algo preciado y lo comenta en el barrio, la noticia llega lejos, lo sabe.

La única música dura un baño de inmersión, el vecino canta en la bañera. Lo escucha con felicidad aunque pague un abogado o acaricie al hijo para obligarla a cerrar la casa. Recibe las cartas aunque ahí no haya leyes. Apiladas en el rincón del living con una piedra encima para que no se vuelen, son un testimonio extenso sobre el atentado a la vida de los otros. Pero sus vírgenes, a pie, desnudas, murmurando enfermas de vida, abren la inmensidad de la nada con un abrelatas de plomo, caminos divididos a la derecha, fuentes de sed sobre tan poco menos que siempre y nunca; la casa entera reza, cerca columnas en su espalda, Avril construye verdades entre escombros para demoler vacíos; finalmente el clima y el tiempo hacen lo suyo.

Sandra Papadópulo
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